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Especialidades

Asados en horno de barro con leña

Lechazo asado de Aranda de Duero

Los planes suelen discurrir a mejor ritmo ante un lechazo como éste. Es el resultado de un esfuerzo concienzudo por respetar hasta la extenuación el ritmo mejor de una carne. Todo comienza en un pequeño pueblo de Burgos y con unos lechales de raza churra, de menos de 28 días, campando libres por la vieja Castilla.

Desde allí se transportan en frío a Valencia, conservando sus condiciones mejores. Y desde entonces, el inicio de la liturgia. El lechazo cortado en cuatro cuartos, introducido en el horno de barro. Importante: el combustible siempre será la leña de encina. Como acompañante de la carne solo agua y sal. En la base del horno no se alcanzará la temperatura de ebullición para conseguir que el asado, lentamente durante dos horas, permita el fluir de los jugos sin perjudicar a la carne. Se trata de asar, no de cocer.

A la hora y media se le da la vuelta para que termine de asarse por el lomo. Finalmente se saca con la pala y se sirve en la misma cazuela. “Nos hemos ahorrado el viaje a Burgos”, suele proferir al acabar algún comensal.

Chuletillas de lechazo

La carne es la protagonista de todo, por eso lo más conveniente es rendirle el máximo respeto desde el origen. Los corderos de raza churra han tenido un despuntar libre en los pueblos burgaleses.

Exigen un tratamiento con dedicación y completamente concienzudo. Por eso la liturgia de las chuletillas de lechazo requiere del hacer tradicional: en el horno en el que se asa el lechazo se arrastrarán las brasas hasta la puerta, con un rastrillo liso. Sobre la parrilla se vigilará la carne bien de cerca, con un control definitivo del fuego. Es un paso sensible, requiere de pocas brasas para que no se queme, si cayera un poco de grasa podría arder. El punto justo. Solo se le añade sal. La pulcritud del género no necesita nada más.

Finaliza la batalla del fuego tras la sutileza en su manejo. El resultado idóneo, el de ver a tantos clientes disfrutar colocando servilletas para degustar sus chuletas.

Chuletón de añojo

Palabras mayores. Carnes de raza morucha en libertad en las fincas de Rodillo, Torre de la Valmuza y Fuenterroble, en la carretera de Salamanca a Portugal. El rigor de contar con proveedores incontestables. Por delante el reto de ejecutar una receta tan apetecible que obliga a asumirla con el mayor de los oficios, con una cierta solemnidad.

Las caras de concentración ante el horno moruno del Asador Aurora son buen reflejo de cómo la cercanía debe estar presente en cada paso. Las brasas aumentan porque de lo que se trata es de sellar la carne más rápidamente sin que pierda jugo. Una mezcla entre explosividad y exactitud. El horno sigue haciendo su trabajo. Hay un momento, repleto de épica, en el que el jugo en lugar de anegarse sube hacia la superficie del recipiente. La prueba de que la carne se ha tratado con maestría. En ese momento está en el punto, tras cerca de siete minutos horneándose.

La convicción con la que se comen los chuletones en las mesas es la honra mayor para los productores y para los cocineros.

Entrecotte de añojo

Frente al chuletón, el otro extremo del lomo, algo menos de grasa. Menos grueso… igualmente poderoso. Añojos, de menos de un año. La mejor manera de venerar una receta tan ancestral es efectuarla sin alharacas, yendo al grano de la cuestión. Son unos 250 gramos por delante a los que el fuego, bajo el influjo de las brasas, deberá domar procurando que la potencia de la llama garantice la conservación del jugo y haga justicia al trabajo del ganadero.

Tras asarse al horno como en el ritual más antiguo del mundo, se sirve con patatas a la pobre. La sencillez apropiada para una carne que protagoniza cualquier mesa y no requiere de nada más.

Solomillo de añojo

Chuletón o solomillo, ésa es la cuestión. Si la decisión se encamina a favor del solomillo, la garantía de éxito sigue asegurada por varias razones. Porque la carne procede de animales que han vivido toda su existencia libres en el campo, en las fincas de Salamanca, con alimentación natural y en mitad del medio natural. Una carne con sabor a verdad, fruto de la vocación de ganaderos que no buscan atajos. También porque la manera de tratarla, desde la crianza hasta la mesa, está llena de conciencia, vigilando que la carne se conserve en plenitud.

El cocinado del solomillo, aunque similar al del chuletón, procura brasas algo más reducidas, hechas en el horno moruno a altas temperaturas para que la carne conserve la mayor cantidad de jugo posible, en un proceso rápido en el que no hay lugar para el error. Esa clave, la del jugo, es la decisiva para poder luego degustar un solomillo hecho a la manera de siempre. Se sirve sin aditamentos, con la sal justa, para que el sabor funcione en todo su esplendor. Luego solo queda disfrutar.

Cochinillo asado

El arte y la liturgia gastronómica se tornan en humildad ante el cochinillo asado, proveniente de animales de menos de un mes, nunca rebasando los cinco kilos y medio, procedentes de Ávila, donde han tenido un crecimiento libre y en las mejores condiciones.

Necesita ser encargado al menos un día antes porque obliga a una previa por la que se formará un majado de orégano, vino blanco y sal, extendido por el vientre. A posteriori su asado durante cerca de tres horas. La cazuela, grande, con dos dedos de agua, repleto de ligeras maderas que eviten el contacto de la carne con el agua, porque de lo contrario se cocería. El horno moruno procesa el asado. Poco a poco, muy poco a poco. Cada cierto tiempo se vigila que nada en la carne se queme. Tras dos horas y media se voltea la pieza. El fuego, bien recto; nunca fuerte, nunca débil.

Y así, tal cual se asó, se presentó. La jugosidad del cochinillo causa impacto. De nuevo, un comentario de un comensal al fondo: “me he ahorrado el viaje a Segovia…”.